Capítulo 8: Bienvenida

Llego a casa con el estómago vacío y la cabeza llena. Las escenas de esta noche me dan vueltas como una lavadora centrifugando.
Pienso en cómo he llegado hasta aquí. Recuerdo a la chica del metro. ¡Cómo olvidarla! Abrió una puerta que no puedo cerrar por más que intente. Por ella acepté la propuesta de Raúl y fue a ella a quien vi en el bar, aunque luego resultara no ser la misma persona.
Pero no es de ella de quien se trata, sino de «ella», de que es un ella y no un él. Y, ¿por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mi?
Al cruzar el umbral de mi puerta veo ante mi a mi padre como una aparición: bosteza, luce una panza importante, tiene sus cuatro pelos despeinados y va en calzoncillos slips.
-¿Ahora vienes? Te lo habrás pasado bien, ¿no?
Hay algo en su tono que me hace pensar que sabe qué he hecho. Le gruño y voy al baño a lavarme la cara. Tengo un aspecto horrible: la trenza se me ha deshecho, tengo un poco de vómito en el jersey y me noto algo ojerosa.
Dejo que el agua corra hasta que se caliente un poco y me froto la cara para tratar de borrar esta noche.
Cuando estoy en la cama me doy cuenta de que es tarea imposible. Me convenzo de que no es malo desear a una chica para rebatirme al instante siguiente. Mamen me ha quitado el sueño y la tranquilidad. ¿Cómo puedo hacer para recuperarla? Necesito borrar el beso. No. Necesito estar con ella. Necesito ese beso. No. Sí. Joder.
Acabo durmiendo fruto del agotamiento.
Nunca pensé que me pasaría esto, pero no salgo de la cama en todo el domingo. Respondo a los mensajes de Raúl que insiste en venir a mi casa a hablar, pero no le dejo. No estoy de humor y creo en mi fuero interno que esto lo tengo que pasar yo sola, como una fiebre, sudando y delirando bajo las sábanas.
Me echa la bronca por no consumar anoche. Luego rectifica y se muestra comprensivo. Me pide disculpas por abandonarme. Finjo indignación y tardaré semanas en reconocer delante de él que fue lo mejor que hizo por mi en mucho tiempo.
-¿Estás bien, hija? ¿Te hago una sopa? -pregunta mi madre al otro lado de la puerta.
Para sopas estoy yo.
-¿O prefieres unas croquetitas?
-¡No! -salto. Al instante rectifico. -Bueno, vale. Unas croquetas.
-Pues sales, que ya sólo me faltaba traerte la comida a la cama. Ni que fuera esto un hotel.
Las madres son el reverso de los zumos de naranja: pasan de la dulzura a la acidez en dos segundos.
De alguna manera percibo la frustración que deben sentir mis padres ahora mismo. El silencio, la tensión, el “¿Y a ti qué te pasa ahora?” de mi madre. Saben que me pasa algo, saben que estoy sufriendo pero también saben que no pueden preguntar o que, si lo hacen, responderé con un gruñido.
-Deja a la chica. Ya se le pasará -dice mi padre.
Me pego la noche del domingo al lunes en vela esperando a que se me pase. Pero no se me pasa. Estoy enferma de Mamen. Su fiebre me recorre el cuerpo de arriba abajo, empapándome la espina dorsal. La única medicina que me hace efecto es tocarme y me tomo tres dosis.
El lunes amanezco con unas ojeras horribles que trato de camuflar bajo kilos de corrector. Como se nota que me he maquillado, me pongo rimel al que acompaño con colorete para no desentonar. Voy maquillada a clase por primera vez en mi vida.
Es culpa de Mamen. O gracias a ella. Ya no lo sé.
Todo lo que hago o pienso tiene su sello. No se me va de la cabeza.
La huelo en las chicas del autobús, siento su piel en la yema de mis dedos. Tengo la impresión de que me la voy a encontrar en cualquier momento.
Dentro ya del vagón del metro, noto una presencia por detrás y me da un vuelco al corazón. En mi mente se han mezclado las caras de la chica del metro y Mamen, pero cuando me giro veo a un tío que me rompe el corazón.
Cuando abre la boca para hablarme la cosa no mejora.
-Hola, guapa, ¿tienes WhatsApp?
Si hubiera desayunado algo se lo vomitaba encima.
-¡Cerdo! -le suelto.
-¿Qué pasa? -dice con autosuficiencia -¿No te gusto?
-Pues no -digo separándome de él.
-¿Eres bollera o qué?
Se me acaba de bajar la fiebre a los pies de golpe.
-Mira tío, eres imbécil.
El chico lejos de cortarse avanza hacia mi con sus pectorales por delante.
-Sí, soy lesbiana pero te voy a decir una… no, dos cosas. Una: ni aunque fuera la tía más hetero del planeta perdería el culo por ti; y dos: eres la primera persona a la que le digo que soy lesbiana.
El tío se queda un poco roto con mi respuesta y yo, aprovechando este arrebato de valentía, salgo del vagón y subo las escaleras de salida.
En la calle tardo un rato en percatarme de que ya he estado allí antes, de que me suenan los adoquines del suelo, las fachadas, el susurro de los árboles. Levanto la vista y ahí lo veo: el cartel de la estación de metro más cercana a la casa de Mamen, ese por el que entré hace unas horas con el estómago aun revuelto.
Debe ser una señal: Hoy no es día de clase. Hoy es día de Mamen.
Deshago los pasos que di el sábado por la noche y llego a su casa. Es el portal, es la puerta y, haciendo un poco de memoria, sé cuál es el piso. No lo pienso mucho, porque sé que si lo hago me echaré atrás, y timbro al portero automático.
-¿Sí?
-¿Está Mamen? Soy Nico.
-Se ha confundido -responde la voz.
-Ah… -digo con tristeza.
-Es el botón de al lado.
Sonrío como una tonta y le doy las gracias.
Me tiembla un poco el dedo pero hago un esfuerzo por mantenerlo firme y doy al botón.
-¿Sí? -dice una voz femenina.
Se me hiela la sangre. No es la voz de Mamen. Sé que comparte piso y puede ser una compañera, pero también puede ser su novia o una amante o una amiga con derecho a roce. Al fin y al cabo, Mamen es muy guapa, podría tener una cada día.
-¿¿Síiii?? -insiste la voz enlatada del telefonillo, pero yo sigo inmersa en mis dudas.
A lo mejor yo era su “chica del sábado” y al salir corriendo le jodí la semana. No puedo estar con una chica con tanta… experiencia. A lo mejor debería empezar con otra chica más novata. Como yo…
-¡Vas a molestar a tu puta madre! -grita indignada la chica.
Quiero decir algo pero no me salen las palabras. Oigo una persiana que sube y temo que sea la chica del piso que se asoma para escupirme.
Me giro para salir corriendo de allí, una vez más. No puede estar pasándome esto de nuevo. No puede y sin embargo está pasando.
Camino con el paso apretado y la cabeza agachada. Estoy enfadada conmigo misma.
Al cruzar la esquina, choco con alguien.
-Disculpe -digo sin levantar la mirada.
-¡Nico! -dice la persona con la que me he dado en encontronazo.
Cuando levanto la cabeza, veo a Mamen y no puedo hacer otra cosa que lanzarme a sus brazos y llenarle la cara y la boca de besos.
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